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Textos literarios escritos por Ine Lanfranchi publicados en diversas editoriales
Literatura - Libros
LA LÍNEA
Por María Inés Lanfranchi
SADE Prov. de San Luis
26 de junio de 2013
Línea dibujada por insensatos, convivo, advertencias, prohibiciones, me enojo, me acerco, no paso, me atrae, la transito, me tironean, no quiero, me escapo, vuelvo, la recorro, hago equilibrio, extiendo los brazos, vuelo, soy equilibrista, me tumbo para el lado permitido, no quiero, vuelvo a la línea, me tumbo para el lado prohibido, gritan, no quieren, me gusta verlos así, paso la línea, despacio, un poco más, me divierto, me duele, no sé, me intriga, los desafío, están lejos, ya casi no los escucho, gesticulan, enloquecen, los veo como locos, creo que dicen que el loco soy yo, ya son formas, ya no, amorfos, sigo, la línea se aleja, estoy del otro lado, del prohibido, me quedo, no los veo, soledad, paz, no tanta, extraño, sufro, lloro, no sé, quiero volver, abrazarme a la línea, ser su equilibrista, los extraño, están muy lejos, se cansan, se van, vuelvo como puedo, errante, tropiezo, caigo, me arrastro, me acerco a la línea, la saludo, alucino, me sonríe, la beso, la acaricio, respeto, responde, me pregunta, le cuento, le gusta, pide más, narro sensaciones, pide más, describo imágenes, pide más, le dibujo el otro lado, se asombra, le gusta, pide más, le canto sonidos intuidos, inventados, o no, le gusta, pide más, ya pasó mucho tiempo, no me alejé mas de ella, convivo en ella, la línea, gracias, le debo el arte, le debo la metáfora.
Al pie de la Iglesia
02/09/2016
“Nunca imaginé que la mentira sea tan dolorosa
y mucho menos que la verdad me resulte tan intolerable”.
Con la azarosa mirada a la iglesia de mi pueblo, desde el colectivo hacia el campanario o desde mi auto al portal o desde la moto a su escalinata, siempre le pedía cuidado y protección.
Ella, la iglesia, me recibió en los santos sacramentos tal como se obedece en un pueblo pequeño. Me bauticé, me confirmé, me casé y la espiral de rituales ascendió hacia mi descendencia, o ¿Descendieron hacia mi ascendencia? Si… mejor así la espiral católica me descendió a un sacramento que nunca he trasciendo, el de la reconciliación de mis pecados conocido como la confesión. Me confieso que confieso siempre lo mismo, la infidelidad. En este punto la iglesia no me da alternativa, me desciende hacia la tristeza más profunda. En cambio mis hijos me ascienden, yo me elevo al verlos, ellos son luz y les deseo transparencia, felicidad y vuelo.
No soy feliz. Busco mi deseo en los ojos, los pechos, las cinturas y la piel de otras mujeres que ponderan mi paso, deseo ser sujeto absoluto por unos escasos segundos de sus placeres. Busco la codicia de un llamado, lo propongo, elijo para que me elijan con la arbitrariedad de la mutua desesperación por falta de amor.
Algunas duran más, otras menos, las voy desoyendo y alejándome a favor de otras apariciones vertiginosas, formas sucesivas de mi deseo insatisfecho, síntomas decisivos y siempre insuficientes, en escala creciente, para el significado de mi vida conyugal. Inicio con final más o menos próximo que me toma de la mano hacia la penumbra y me lleva hacia un retorno gris del antiguo paisaje de mi conciencia. Desdibujada.
Pero esa noche la iglesia quizás me dio una respuesta. Si me atrevo a mirar la situación a los ojos podría ser así. Pero también puedo decidir huir de ese recuerdo y con los ojos vendados continuar amando en la clandestinidad de pasiones ocultadas. La mujer que me encontré al pie de la iglesia fue una más de mis tantas amantes. Ya la frecuentaba desde hacía unos meses. Esa misma tarde antes del encuentro fortuito mi cuerpo se entumecía pensando en ella, jugábamos, a la distancia, con señales de humo de nuestro ardor hacia elixires imaginados. Pero por más que queríamos no puede ir a besarla.
La fiesta del pueblo reclamaba una salida con mi familia simulando conformidades paseando, por la plaza principal, afecto agotado rodeado sin más por los rituales pueblerinos.
Iglesia a la que le pido fuerzas, respuestas, allí mi niña tuvo frio, mi esposa y yo trabajamos para subirle el cierre de su campera. Fue en ese momento cuando se sucintaron mis temores más simples. ¡Ay lugar sagrado! Que convoca a santos y pecadores a sus pies. Allí quedó mi despojo que aún intento recuperar con el asfalto y el tacto de una moral desdibujada.
Tras el cierre de la campera de mi hija escucho un saludo, levanté los ojos y estaba ella subiendo la escalinata. Dorada como siempre, con sonrisa en sus labios. Iba de la mano de su hija, que sabe lo nuestro, que días atrás me vio en su casa arreglando un picaporte. Ellas son libres, viven, comparten, hablan, piensan, resuelven, sienten y aprenden a cada paso.
Un joven caballero las acompañaba. Yo ya estaba advertido que esto podría pasar. Me dio exclusividad hasta que necesitó más de mí. Mas no puedo le dije, Ya no te espero me contestó. ¿Ese caballero habrá apagado el fuego que encendí apenas unas horas atrás? Nunca lo sabré.
Levanté mis ojos y vi a ellos tres frente a mis tres. Se espejó mi vida en un instante. Vi mi mentira cotidiana, mi juego promiscuo a espaldas de mi mujer cansada de mis ausencias y demoras. Sentí mil lazos con el pueblo que festejaba las patronales a mis espaldas, mil y un lazos con la iglesia a mi frente, mil ciento uno con mi esposa y mi hija al medio… y mi amante al costado.
Ecos de confesiones imaginadas, declamaciones, rezos y engaños estallaron en mi cabeza. De hoy a la tarde, de años antes, del después, de este mismo momento. El tiempo fue uno, todo fue presente, calor y sudor. Me alejé, no pude más que contestar lacónicamente el saludo y huir con cansancio a la constante partida de lechos propios y ajenos, con soberbia agotada con envidia por la verdad de mi amante, hasta sentirme ridículo protagonista de encuentros casuales en el mutismo aplastante de mi matrimonio.
Muchas veces partí, pero confieso que nunca fue al pie de la iglesia. Quizás eso haya sido una respuesta, una revelación en mi vida, el pedido de una decisión. Quizás pueda aprovechar la oportunidad que me dio ese momento, quizás pueda seguir viviendo acostumbrado al desamor.
“Nunca imaginé que la mentira sea tan dolorosa
y mucho menos que la verdad me resulte tan intolerable”.
Luz roja
Matilda salió la mañana del lunes, como todas las mañanas, en su auto, para aventurar la cotidiana llegada al trabajo. Siempre elegía la ruta de Avenida del Libertador porque le profesaba verdes arboledas y una fresca brisa proveniente del río. Detestaba ingresar al microcentro por la médula de la ciudad rodeada de grises edificios. Una vez dentro del vehículo la música que colocaba y el confort que le propiciaba la compensaba con un placer muy reconfortante. En medio de la ancha avenida, justo cuando un semáforo la detuvo con la luz roja, vio un hombre con dejo asiático, alto, bien formado, con anchos hombros y abdomen recto que permitía una caída perezosa en su ajada campera de cuero marrón. El aspecto descuidado de su imagen lo hacía muy llamativo. El cierre apenas elevado del abrigo dejaba ver por lo bajo una remera blanca. El pantalón de jean gastado por batallas febriles era una metáfora de su sensualidad. Cómo si él supiera que ella vendría manejando hasta parar en el semáforo, la estaba esperando con su mirada. Fue la mirada que la llamó repentinamente y giró su cabeza hacia la derecha para verlo, él comenzó a cruzar sin despegar los ojos de ella. Todo tuvo que continuar tras la luz verde y ella llegó a su trabajo. Esos ojos no la dejaban tranquila ni un segundo, la esperaban detrás de cada columna, puerta cortina, se sentía observada como se supo ese día.
En la mañana del martes Matilda procuró salir a la misma hora, puso la misma música y trató de mantener una velocidad constante a pesar de sus deseos de llegar cuanto antes a la esquina. Ni bien se acercaba deseaba que el semáforo se pusiera en rojo así que especulando regulaba la velocidad para que la indeseable luz roja cambiara su estigma y fuese por una vez al menos la más deseada del mundo. Y lo logró, lo buscó, lo encontró apoyado en el poste del semáforo, la miró sin sorpresa, pero no cruzó. Se quedó contemplándola y ella a él con un calor que elevó el color de sus mejillas por la cita, el encuentro que ese martes no había sido casual. Las bocinas de los autos le exigían que siguiera paso, ella miró la luz verde y se despidió con una sonrisa que él respondió a medias, fue una mueca que decía de su plan, de su saber acerca de los pocos minutos que estarían juntos esa mañana en esa esquina. Durante el día le fue imposible contener las ganas de apurar el reloj, el calendario para llegar al miércoles. No sólo lo veía en cada rincón de su trabajo sino que además se imaginaba a su lado mirándolo, sólo mirándolo.
En la mañana del miércoles Matilda estaba despierta desde un par de horas antes, le fue muy difícil dormir, sólo deseaba llegar a la esquina. Eran tantas las ganas de verlo que en el apuro de salir no le importó como luciría, así que llegado el horario de la partida sólo colocó crema en su rostro, brillo en los labios y esbozó un recogido flojo en el cabello. Tomó su cartera, las llaves y salió. Estaba al límite de la transpiración por el control que tenía que hacer para no apurar la marcha del auto y llegar a la misma hora al mismo lugar. Lo logró, parecía que el auto, el tráfico, el reloj y la luz roja del semáforo conspiraban para que estuvieran juntos por tercera vez. Pero ese día miércoles fue diferente. Él estaba allí como siempre, le sonrió con seguridad y masculina sensualidad y con gesto lento se dio media vuelta y caminó por la calle perpendicular a la avenida dónde Matilda se encontraba parada, ahora desconcertada, en luz roja. Deseó bajar del auto y correr tras de él pero las bocinas de los coches que querían avanzar decidieron por ella y la llevaron al trabajo. Ese día, no supo bien por qué, pero avisó que al día siguiente no podría concurrir ya que tenía algo importante para hacer, trámites enunció. Pasó todo el día diseñando qué hacer, cuándo, cómo, su estómago explotaba en miles de mariposas cuando decidió aceptar el juego y la provocación de su asiático.
A la mañana del jueves se vistió de la manera más cómoda que pudo encontrar, ella también de jean, zapatillas, polera negra apretada al cuerpo y chaleco de lana calado. Sus cabellos estaban ingobernables, al viento y las circunstancias, su rostro con crema y ahora sin brillo en los labios, sólo se colocó dos gotas de perfume. Llegó en tiempo y forma a la esquina, era la misma hora y dio la misma luz roja de todas las mañanas, pero él no estaba. Sin darse por vencida encontró un local de estacionamiento, dejó allí el auto y comenzó a caminar hacia la esquina. Al llegar y no verlo decidió girar en la dirección que él lo hiciera la mañana anterior. Esa cuadra era el lateral de un parque que tenía bancos de plaza, y en la mitad, sentado en un banco estaba él, inclinado hacia delante con sus antebrazos apoyados a las rodillas y mirando al suelo. Cómo presa de la luz roja del semáforo ella se detuvo al verlo, apenas unos metros antes de llegar. Él giró la cabeza, la miró se sonrió y se levantó desplegando todo su cuerpo y voluntad hacia ella que lo esperaba a esos pocos pasos que garantizarían el encuentro.
Se fundieron en un abrazo y tras despejarle los cabellos que el viento le había dispuesto en su boca la besó con el beso mas eterno que habrían imaginado jamás. Fueron juntos a un galpón que él ocupaba como vivienda, dejaron caer sus cuerpos a un colchón con apenas una sábana dejada al descuido que los alojó por mucho más de lo que brilla el sol.
Llegada la noche el asiático en camiseta y pantalón colocado con apatía, sacó de un cajón de verduras dos platos y le preparó un sándwich con pan y mortadela sacados de una bolsa de nylon, el pan lo abrió con los dedos y la mayonesa con los dientes mientras la miraba con un gesto preguntándole si quería. Dijo que sí. Cenaron el sándwich más sabroso de sus vidas en el piso apoyados en las paredes del galpón, dejando fluir la humedad de la mayonesa por sus bocas, sus manos, cuerpos.
Ya de madrugada él se vistió y ella acomodó su imagen. Abrazados salieron por la ciudad en búsqueda del auto que aún esperaba solitario en el estacionamiento en que quedara esa mañana. Él le cerró la puerta, ella encendió el motor, bajó la ventanilla y se besaron con la suavidad. Ella salió a la oscura y solitaria avenida rumbo a su casa, él la miró partir hasta que el vehículo se perdió a lo lejos, el auto se hizo pequeño, el asiático también, sus ojos eran apenas dos pequeñas manchas oscuras en el espejo retrovisor.
La mañana del viernes llegó rápidamente. Matilda no tenía mucha voluntad de abandonar su casa. Se preparó a desgano un café que tomó solamente para no salir en ayunas. Sabía que de él no sabía nada, sabía que sólo habían sentido y no acordado, sabía que se regaló un día como jamás hubiera imaginado tener, de esos que es difícil reponerse y donde la soledad se hace más profunda y dolorosa. Él sabía que no tenía más para ofrecer que un colchón y sándwich con mayonesa, ni identidad le había profesado. Mientras viviera así no podría ofrecer más que momentos a mujeres como Matilda. Así que esa mañana juntó sus escasas pertenencias, se despidió del colchón que aún gemía y tomó un colectivo rumbo al delta. Desde ese viernes ella cambió el camino hacia su trabajo, ya no pasó más por esa esquina.
Mística
La señora estaba sola, como siempre. Su casa simulaba un templo, una iglesia, un lugar de oración, no por imágenes relacionadas con los santos sino por la mística que reinaba. Candelabros muy bien acomodados en superficies cubiertas por telas bordadas con puntillas, símbolos que proponen oración y recogimiento en diferentes credos y culturas adornaban el lugar junto a estatuas muy bien arrinconadas.
Ella era delgada, casi transparente. Su caminar ondulante la asemejaba a una ráfaga de aire matutino. Las telas de su atuendo danzaban al ritmo de su andar como las cortinas por donde entraba la mañana.
La casa le quedaba chica. Acomodar tantos objetos que le llegaban de diferentes orígenes, no era sencillo. Algunos los compraba, otros se los regalaban y muchos los rescataba del olvido en lugares públicos. Además su forma de caminar, sus pasos entelados requerían de lugares libres para moverse sin enredar alguna de las piezas. Había que ampliar, su desenvolvimiento espiritual requería más espacio.
Decidió construir hacia arriba de su casa, pero no hacer un piso superior, sino elevar el techo unos cuantos metros hacia arriba. Muchos. En el espacio que le quedó construyó anchas pasarelas con barandas que le permitía poner los objetos que deseaba a los costados y caminar libremente por el centro. Finalizada la obra, si uno miraba hacia arriba se veía a lo alto galerías de arte místico en distintas direcciones sin lógica ni orden que se cruzaban y ascendían.
Pero no obstante la señora no estaba conforme. Para que su trabajo espiritual sea mas rico necesitaba el aroma de sahumerios importados de la india. En la parte inferior de su vivienda ya tenía armado un altar con las vasijas necesarias para sostener los afosforados objetos. Pero claro, el espacio construido era tan alto que el aroma no llegaba a todo el recorrido. Con un solo altar que emanara incienso y flores no alcanzaba así que la señora dispuso diferentes lugarcitos, distribuidos por todo el corredor, bien decorados con su particular gusto, algunos con imágenes sagradas, otros con pirámides, el de más arriba con ojos, y un poco más acá ya de regreso lemniscatas. Así se aseguraba que a su paso se antepusiera la dulce y armonizante respiración. Era tan largo el recorrido y disfrutaba tanto con la solemnidad de la ceremonia que cuando lograba descender para sentarse en su confortable sillón a meditar, el primer sahumerio se había apagado y debía volver a comenzar.
Tiempo después se la vio en su casa caminando onduladamente por las pasarelas entre la mística y bolsas de cemento y cal, con el cuerpo encorvado sobre sus manos, con sus cabellos teñidos de juventud extraviada cubriéndole el rostro, sujetando algo muy pequeño con una mano que punzaba con el dedo índice de la otra. Su voz susurraba palabras pero ya no eran mantras. Sujetaba una calculadora, con la que hacía cuentas y cuentas para organizar futuras ampliaciones.
El ladrón de sombras
María Inés Lanfranchi
Desde el inicio las almas egoístas han querido quitarles a las personas aquello que por alguna limitación no pueden tener para sí. La virtud, por ejemplo, ha sido envidiada por Lucifer quien convertido en serpiente ha querido llevar a los hombres hacia su reinado, o la Salamanca Chaqueña que modela promesas a cambio del alma humana, o las instituciones que ponen límites a al libre albedrío de las personas para acotar la creatividad que peligrosamente poseen sus integrantes, pero nunca se me había ocurrido un egoísmo tal como el que les voy a contar.
Se dice que hay un ser que ha nacido sin sombra ni cuerpo que le pertenezca. A fuerza de intentar tener amigos, pareja, hijos se ha encontrado con la dificultad que le representa no tener sombra. Luego de cavilar acerca de una solución a su problema encontró un camino posible. Decidió salir a la calle y robarles la sombra a las personas. De esa manera no sería el único que padecería del mal.
Por ello se observa por ahí que mientras las personas están el aire libre, en contacto con la luz del sol, mientras su sombra está reflejada en pisos o paredes, algo parecido a una mano invisible arrebata el manto gris de la sombra como si fuese una túnica islámica y se las lleva arduamente. Sin titubeos ni pausas. Y los cuerpos se endurecen, rigidizan quedando como maniquíes en la posición que estaban al momento del hurto.
Es por ello que les escribo, para que tengan cuidado, no descuiden su sombra y si llegaren a ver que ella cambia de forma ilógicamente colóquense al oscuro sáquenle su sombra a las manos al ladrón y … no no no … a mi no no dejála … dejá mi sombra por favor … tengo que avisar… advertirles que… no … no… dejá dddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddd ddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddddd